Georgia O'keeffe |
Varias de nosotras han escrito sobre el placer
de la mujer. Varias de nosotras han cruzado la frontera de la moral mentirosa y
de la hipocresía sobre el sexo y la lujuria que puede emanar el cuerpo
femenino. Ahora, el turno fue para mí.
Paradójica y tal vez contradictoria, dirán
mis compañeras feministas, la causa que llevaron mis manos a mi sexo. La
principal, fue la ausencia de un macho (no uno en genérico, sino en particular,
con nombre, licencia de conducción y contrato, lógico, sin garantías). Este que
osó dejarme la noche anterior sin placeres vaginales, pasó por mis recuerdos en
esta tarde de sábado perezosa. Yo, sola en mi cama, con las descripciones hechas
por Galeano de valientes, revoltosas, seductoras y memorables mujeres, y con el
fondo musical de varias arengas de la enorme Bessie, me vi jalada por el deseo
que comenzó a balbucear entre mis piernas.
No tuve otro remedio que dejar el libro y las
gafas a un lado, escurrirme en la cama y comenzar a sobarme, primero lento,
luego lento pero más largo, después más fuerte y mucho después más rápido. Cada
etapa de ritmo pasada por diferentes tipos de toques; algunos suaves, casi
parecían cosquillas, otros rápidos e intensos, como los vibradores de las
mediocres terapias que ofrecen las EPS, otros largos y pesados, como ese
seductor movimientos de quien prepara gelatina de pata. Algunos (suspiro) como
golpecitos sobre mi delicioso manjar, llamado monte de venus, por último, unos
que sorprendieron mi excitación de hoy. Estos requirieron de mis dos manos,
pues mientras una consentía eléctricamente mi clítoris, otra jugaba a intentar
entrar por mi vagina. Este movimiento, más el balanceo de mi cadera, me regó en
leches de olores dulzones y sabores salados.
Al inicio de mi jornada erótica, imaginaba a
este hombre entrar en mi apartamento y encontrarme llena de deseo revolcándome entre
mis cobijas. Lo veía transformar su expresión, sacar su miembro, abrir mis
piernas con cierta fuerza e hincar su viril deseo en mi vagina babeante. Por
otros momentos recordaba las contiendas llevadas en su cama, lo veía arrodillado,
dentro de mí, con su pecho amplio y su cabello cubriendo sus ojos. Recordaba el
viaje que mis manos, como lenguas, hacen por sus brazos, que a fuerza de
sostener mis piernas elevadas, dejan vislumbrar el músculo aquel, típico de las
formas masculinas.
Pero ya entrada en mis deseos más profundos,
las imágenes de este portento de deseos, fueron desapareciendo. Mi concentración
completa solo pensaba, sentía, imaginaba con formas sicodélicas, sonidos
chasqueantes y olores agridulces el placer que calentaba mi cuerpo, agitaba mi respiración,
erizaba mis pelos y levantaba mis nalgas. Mi atención, de la cual me quejo por
ser tan dispersa y no estar unívoca ni un solo momento, en este instante de la
faena no quería evocar hombre alguno, falo semejante o manos/cuerpos que no
fueran las mías. Disfruté saberme mi placer. Disfruté encontrarme como única
sabedora de mis más profundas delicias y mis más secretos goces. Solo los
movimientos de mis manos, la danza que mis caderas decidieron bailar, el ritmo
de mis piernas estremeciéndose contra las cobijas y los excitantes sonidos que
salían de mi boca, supieron darme un perfecto orgasmo.
Mamani Mamani |
Mis jornadas de masturbación han sido, de un
tiempo para acá, la plena satisfacción de conocerme sin hablar, sin pensar, sin
manifestarle a otro (a) por dónde encontrar mi clímax. He escuchado de varias
amigas la sensación de soledad que sienten después de gozar tras un acto
auto-sexual. No me voy hacer pasar por una fuerte mujer auto-sostenible, no voy
a negar que la fuerza, el deseo y el ritmo de otros cuerpos no me hacen falta,
no. Pero una de las cosas que me llevó a escribir este texto, fue la plena
satisfacción conmigo. Saberme y sentirme como la mujer que cumple cada uno de
mis deseos, que sabe paso a paso, qué hacer, a dónde tocar, qué ritmo asumir,
me llena de alegría y … lujuria, de nuevo (lectora, prometo terminar el texto
antes de dejarme seducir, una vez más por mis manos y mi sexo).
Hoy, después de gozarme y respirar profunda e
intensamente, mis ojos se encontraron con los cerros orientales que engalanan
mi ventana. Las montañas, que acompañan mis días en este feliz y solitario
hogar, me miraban entre sonrientes y envidiosas. Ya quisieran ellas, y de paso
yo, que en vez de sabanas de algodón y cobijas de hilo, me cubrieran pastos,
hojas, tierra, barro.
Esa complicidad entre loma imponente y mujer
saciada, llenó mi rostro de una sonrisa maliciosa y poderosa. Maliciosa por las
ganas de hacerle todo el daño posible a una sociedad que impone el sexo sin
placer para la mujer y la empuja a ser toda una atleta en la cama para
satisfacer el deseo del otro, del otro macho, vigoroso y exigente. Gima como
perra, erícese como gata, contonéese como sirena para que él goce, canta la
radio, reclama la televisión, gritan las redes sociales, escupen las páginas
web. Nuestras abuelas y madres, ni se daban el lujo, si quiera de imaginar, ser acróbatas
del sexo, pues el miedo que las tildaran de putas, impedía el asomo de un
orgasmo. Hoy escucho cómo las chicas se convierten en la deseada puta de sus
amantes con tal de no perderlos, así cueste el disfrute propio.
Esa falsa propaganda de una lucha feminista
ya ganada, lo único que hace es encubrir relatos y violencias que aún continúan,
perseverantes, en los gestos más pequeños, en las intimidades más escondidos,
en los disfrutes negados.
Hoy, a fuerza de mis orgasmos, llamo a la
lujuria femenina, al empoderamiento desde la auto-satisfacción, al
reconocimiento de humanas todo poderosas. Somos la vida, el placer, la fuerza,
el dolor hecho tenacidad, el vientre que entiende, a partir de otro tipo de
relaciones, la necesidad de un mundo más amoroso y luchador, más sensible y valiente,
más tierno y protector. Conjuro hembras que luchan por advertir nuestros gestos
más machistas, los cuales nos han sido tatuados y naturalizados, para que se
sacudan de tanto macho que ando suelto, de tanta obligación gratuitamente
adquirida y de tanta forma y modo que encasilla nuestros cuerpos e inhiben
nuestros deseos. Vente, mi hermana, con el cuidado necesario para que la bestia
no te caiga encima y no acabe tu camino antes de llegar a mi nicho.
No se asuste señor lector, de vez en cuando,
colocaré mi bandera rojivioleta sobre
la grama, jalaré su brazo y tumbaré su fuerza, para acabarlo a mordiscos
libidinosos con bocas sin dientes y varios pares de labios que chupan virilidades.