Hace un
tiempo estuve en la sala de espera de un centro de atención para mujeres que
quieren interrumpir voluntariamente el embarazo. Ese era mi motivo de espera, un
IVE o, sin eufemismos, aborto. No estuve allí por mucho tiempo, el
procedimiento, que fue quirúrgico y no por medicamentos, fue más rápido de lo
que esperaba.
La atención
del personal del lugar fue bastante gentil, muy cariñosa y contundentemente
cuidadosa. Las demás mujeres que también estaban esperando ser intervenidas no
parecían mayores que yo, tal vez una o dos. La mayoría deberían estar por entre
los 20 y 25 años. Todas estábamos uniformadas con una bata típica de hospital
de la cintura para bajo, polainas en los pies y gorro de tela quirúrgica en la
cabeza. Esto no sé si colocaba cierta tragedia o comicidad al ambiente. En la
sala nunca estábamos más de cuatro mujeres, a medida que íbamos pasando a la
sala de cirugía íbamos rotando caras, impresiones, historias y sobre todo,
experiencias sobre el procedimiento.
Mi primer
contacto con las demás mujeres ya comenzó a tensionar mi cuerpo. Al llegar a la
sala de espera, dos chicas ya estaban con el particular uniforme. Una de ellas
se doblaba por el dolor, la otra la miraba con lástima y al mismo tiempo con
temor. Las enfermeras ayudaron a la joven adolorida con otros medicamentos para
que el dolor bajara. Mientras eso, hablé con la otra chica, joven, recatada… Me
contaba sobre sus síntomas en el corto periodo de embarazo.
Otras
mujeres pasaron por la sala después de ser intervenidas. Los testimonios de ellas
no fueron muy tranquilizantes. Cruzábamos miradas de temor con la chica con
quien habíamos iniciado la conversación. Después de ella ser pasada a la sala
de cirugía, otra chica y yo nos quedamos solas y en silencio.
Ese
silencio comenzó a traerme una ira universal, cósmica, natural y orgánica.
Tantas caras de dolor, miedo e incertidumbre de estas mujeres iban envenenando
mi saliva. Comencé a pensar que sí es posible que exista un dios, hombre,
macho, todo poderoso que creó esta humanidad, seguro misógino y, que de castigo,
colocó toda la responsabilidad en solo uno de los dos cuerpos que creó. Debe
ser macho este que ha puesto tanta carga en nuestros cuerpos. ¿Por qué no
repartir las cargas? ¿Por qué colocar todos los cambios y el trabajo de la
procreación en las hembras?... Pensamientos coyunturales, no lo olviden.
Cuando la
ira ya casi estaba haciéndome llorar, respiré profundo y pensé que no sería
buena idea pasar así a la sala de cirugía. Acaricié mi cuerpo, mi vientre, me
pedí eternas disculpas por tener que someterme a tal procedimiento. A pesar de
esto, nunca apareció una sombra de arrepentimiento o culpa. Estuve muy segura
de lo que iba hacer.
Minutos
antes de ser llamada, una chica logró sacarme una sonrisa. Ella se quejaba, se
sentía muy adolorida, pero un aura de fortaleza rodeaba su presencia. Remató su
relato afirmando satíricamente “con esto no te quedan ganas de tirar en la
vida”.
Desde hacía
menos de dos años había decidido no usar métodos anticonceptivos, por negarme a
tragar hormonas que controlan mi cuerpo al mismo tiempo que lo dañan, ensucian
y enajenan, también me había negado a colocar cualquier dispositivo ajeno a mi
naturaleza. Estaba convencida que mi cuerpo, por seis días que es fértil al
mes, no debía ser sometido a aparatos o productos hormonales. Bueno, mi
decisión fue quebrada ese día ad portas
de mi aborto. Así como la chica que me antecedió, yo no quería oler hombre
alguno, pero sabía que ese odio y hastío por los machos, tristemente, no me iba
a durar toda la vida. Entonces, deseé no volver a someterme a un procedimiento
como el que iba a pasar. Decidí, minutos antes, colocarme la T de cobre.
Anticonceptivo que había sido recomendado por la ginecóloga el día anterior.
Ella lo recomendó mucho, me dio información sobre el método, y pese a mi
negativa de colocar cualquier aparato invasivo, insistió con cariño y
comprensión.
Mi nombre
fue dicho en voz alta y tuve que pasar a la sala de cirugía. Mi primera vez de
todo, el único procedimiento parecido que había tenido que sufrir fue la sacada
de mis cordales, que no me causó tantos trastornos, como este, claro está.
La
enfermera me alistó, me vistió unas medias a media pierna, me indicó cómo
respirar y me explicó los pasos que íbamos a tener. Retuve sobre todo la
información de la respiración, intenté llenarme de mucho coraje y amor al mismo
tiempo, saber que iba a ser herida, una herida que yo causé (claro, no sola, y haciendo
responsabilizarse al co-participe), pero que yo asumí, con amor y entrega por
mí, por mis proyectos, por mis sueños.
La
ginecóloga llegó. Era la misma mujer que me había atendido el día anterior. Me
hizo un par de preguntas casuales, y una última sobre mi decisión de usar el
dispositivo anticoncepcional. Al escuchar mi respuesta afirmativa, celebró con
la enfermera y le contó que tuvo que hacer un delicado, pero fuerte trabajo de
persuasión.
El
procedimiento inició. La ginecóloga iba nombrando cada paso. Mientras eso, la
enfermera se sentó a mi lado, y apenas sentí el primer chuzón de la anestesia,
mi mano saltó y fue sostenida por la enfermera. Ella comenzó un ritual de
ternura y distracción. Tanto la ginecóloga como la enfermera sostenían una
charla que pretendía ser por todos los medios, muy amena, me comentaban cosas
sobre sus vidas, yo apenas podía responder. El dolor no fue grande, pero creo,
que tuve que concentrarme mucho en la respiración para no descontrolarme.
Rápidamente terminamos. Me acompañaron a la sala de recuperación, donde los
tratos cariñosos continuaron.
Al rato de
estar allí, el odio volvió. Las lágrimas salieron y mi razón no dejaba de
repetir una y otra vez “que odio hacia los hombres, por no tener que vivir, si
quiera sospechar por todo lo que una mujer tiene que pasar”. Luego los
pensamientos se calmaron y recogieron el cariño de las enfermeras. Pude
respirar, sentí cómo el dolor o la sensación de mi vientre rasgado, fueron
desapareciendo. Logré tener una sensación de tranquilidad y amor a mi cuerpo
por ser fuerte y conseguir llevar a buen fin este caso.
Después de esta experiencia, queda un
malestar no solo físico, ni individual por lo que tuve que pasar, sino por ver
y vivir, desde el vientre, lo intrínsecamente injusta que es esta sociedad. Es
indignante sentir cuan desequilibrada puede llegar a ser la organización de
nuestros estados y culturas.
No deja de inquietarme las
inconsecuencias culturales. Nuestras sociedades
y muchas religiones insisten en el patriarcalismo basados (en pleno
siglo XXI) en argumentos de tipo biológico. Ellos justifican la esclavitud de
la mujer al interior del hogar por su condición de procreadora. Es decir,
aceptan que las mujeres biológicamente tenemos una diferencia que nos coloca en
otro lugar al del hombre. Y que producto de esto, debemos quedarnos al interior
de la casa criando, mientras ellos salen y hacen el mundo. Pero esta
diferenciación biológica no se deja ver en la organización de un estado que
reconoce la diferencia, claro, solo de puertas para adentro. De esta forma, las
políticas públicas de salud para la mujer y para la mujer gestante son
humillantes, aberrantes y salidas de toda lógica funcional.
Por citar un ejemplo, Compensar EPS
tiene cerca de 800mil afiliados y afiliadas en Bogotá. Podríamos deducir que la
mitad (y tal vez más) sean mujeres. Para estas 400mil mujeres solo existen dos
ginecólogos especializados en detectar el Virus del Papiloma Humano (VPH), que
es una de las infecciones más comunes entre jóvenes y mujeres sexualmente
activas. Sin contar, con la falta de especialista para las enfermedades de
salud sexual y en general, salud de la mujer.
Existen varios estudios de la
Organización Mundial de la Salud, que demuestran la alta disparidad en las
políticas de salud entre hombres y mujeres. Uno de sus estudios presenta las
desigualdades entre las dolencias que padecen los dos géneros en diferentes
edades. Es notoria la cantidad de enfermedades a las que estamos expuestas
mujeres, niñas y ancianas. Otro grupo de estudios demuestran que la falta de atención
en salud empeora la calidad de vida de las mujeres. Esto repercute en una
imposibilidad para desarrollar la vida plenamente. Así, además de quedar secuestradas
en el hogar por la crianza y el cuidado, se limitan las posibilidades de las
mujeres por enfermedades y vejez. La agencia de las Naciones Unidas en 2009
afirmaba que a las mujeres de todo el mundo "se les niega la posibilidad
de desarrollar su potencial humano completo", dado que se ignoran muchas
necesidades médicas cruciales[1].
Esto es tan biológico que se cae de
la obviedad. Mensualmente las mujeres tenemos nuestro sangrado que nos coloca
en necesidades mayores que los hombres. Esto, pasa desde lo económico, con la
compra de toallas, tampones o recolectores menstrúales, hasta por lo emocional,
cambios hormonales, y por lo físico, cólicos, dolores abdominales, náuseas,
diarrea, sudor frío, dolores en la cabeza, la espalda, caderas y piernas. Pero nuestra
educación y los insistentes mensajes comerciales, nos obligan a callar este
estado y hacer como si nada pasara. “Siéntete libre” afirma con sonrisa de
oreja a oreja la chica del comercial de toallas higiénicas. Y si, deberíamos
sentirnos libres, comportarnos como se nos dé la gana cuando tenemos nuestro
sangrado. Por ejemplo, podríamos decidir, libremente, quedarnos en la casa con
una bolsa que nos caliente el abdomen todo el día para evitar los cólicos, una
especie de licencia por menstruación. O por ejemplo, deberíamos sentirnos con
la libertad de estar sangrando ropas, sillas, toallas y lo que se atraviese sin
sentirnos avergonzadas, culpables y hasta sucias por mostrar la sangre por la
que hemos pasado todas. Estar menstruadas, debería darnos prioridad en filas,
atención y demás cosas. Podríamos, también reclamar subsidio por menstruación
dada “la importancia procreativa” que esta tiene, frente a un estado que le
interesa mantener altas las tasas de mano de obra barata.
Las inconsecuencias no paran. El
interés evidente de estos estados neoliberales e incrustadamente capitalistas,
por mantener los índices de natalidad a buen número conforme a las necesidades
de las nóminas mal-pagas de empresas y multinacionales, se conjuga con la
prohibición a la mujer por ser dueña de su cuerpo. Las declaraciones contra el
aborto llegan llenas de valores y éticas manipuladas por el capital y el
patriarcalismo que insisten en apoderarse de las libertades de la mujer. Sin
embargo, los riesgos para las mujeres gestantes, el parto y el posparto son
escandalosos. El embarazo, tan idolatrado por las iglesias, es completamente
descuidado en países como el nuestro, donde mueren casi 500 mujeres al año[2]. Claro, el
50% de estas muertes se concentra en las poblaciones más pobres del país[3]. Las
desigualdades no paran.
Les dejo una última flor en el racimo
de la disparidad ¿No les parece que es un absurdo que, con la cantidad de
avances tecnológicos y científicos que hoy tenemos, no se hayan encontrado métodos
anticonceptivos para el uso regular de los hombres? Mientras que para las
mujeres cada día se vende, se instala y se obliga a usar nuevos métodos que
siempre traen efectos secundarios para nuestra salud. Somos nosotras las que
tenemos que soportar hormonas, cobres, ligaduras y demás procedimientos que van
agrietando nuestros cuerpos.
No cabe duda alguna sobre la
infinidad de violencias que las mujeres tenemos que pasar fruto de la
desigualdad en todos los aspectos de la vida en estas sociedades. Es necesario
cambios que nos proporcionen mayores condiciones. Basta ya de pensar en una
transformación en conjunto, a la par con los hombres. Es necesario ceder
espacio a la mujer. Y quien tiene que ceder el espacio son los hombres. No
necesitamos el mismo número de posibilidades que ellos, necesitamos más. No
queremos igualdad en atención frente a los hombres, requerimos el doble y el
triple para mujeres campesinas, indígenas y afros. No esperamos que la
política, la economía y el estado luche por acabar la desigualdad de nuestros
países, exigimos que estos den garantías, sobre todo a las mujeres, para tener
espacios donde podamos representarnos a nosotras mismas; trato diferente frente
a las demandas económicas femeninas; y cambios culturales que acepten el cuerpo
de la mujer, con todas sus especificidades, y por ende, necesidades.
Imagino que tanto lectoras como
lectores, les debe parecer un absurdo mis anteriores afirmaciones, las
calificaran como exageraciones feministas. Las y los entiendo. Estas sociedades
son tan increíblemente machistas, que es inconcebible que, tanto estado como
población, tengan que considerar nuevos mecanismos para que nosotras podamos
tener una vida más digna, satisfactoria y con garantías en todos los escenarios
de acción. Muchas mujeres estarán pensado que no quieren ventilar cuando estén
o no sangrando, otras muchas castigan a quienes decidimos detener un embarazo,
y muchísimas no querrán salir de las comodidades que les dio la clase donde
nacieron. Durante generaciones nos han ensañado a avergonzarnos por nuestro
sangrado, nos han tatuado en el comportamiento una debilidad tácita que nos
impide imponernos y hasta hablar, nos han inducido a mantenernos cómodas con
una casa limpia, un marido medianamente respetuoso y unos hijos que
garantizaran compañía en la vejez. Es lógico que ahora, tu mi querida lectora,
me estés queriendo tapar la boca y mandar al cuarto. Lo siento, no podré
callar.
Este 8 de marzo invito a salir a las
calles con nuestra sangre en las piernas, con nuestras millones de facturas de
tampones, toallas, recolectores menstruales, óvulos, pastillas, inyecciones
anticonceptivas que asuelan nuestros salarios. Salgamos con los centenares de
órdenes ginecológicas que año tras año tenemos que aguantar y hasta rogar a que
la EPS asignada cumpla y lleve a buen fin. Salgamos, una vez más para gritar
que este cuerpo es nuestro, que nosotras decidimos sobre él y que exigimos el
trato de calidad frente a nuestras necesidades biológicas, políticas,
económicas, sociales y culturales.