miércoles, 7 de marzo de 2018

Mi LDF (Limitación Dictatorial de lo Femenino) o IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo)

Hace un tiempo estuve en la sala de espera de un centro de atención para mujeres que quieren interrumpir voluntariamente el embarazo. Ese era mi motivo de espera, un IVE o, sin eufemismos, aborto. No estuve allí por mucho tiempo, el procedimiento, que fue quirúrgico y no por medicamentos, fue más rápido de lo que esperaba.

La atención del personal del lugar fue bastante gentil, muy cariñosa y contundentemente cuidadosa. Las demás mujeres que también estaban esperando ser intervenidas no parecían mayores que yo, tal vez una o dos. La mayoría deberían estar por entre los 20 y 25 años. Todas estábamos uniformadas con una bata típica de hospital de la cintura para bajo, polainas en los pies y gorro de tela quirúrgica en la cabeza. Esto no sé si colocaba cierta tragedia o comicidad al ambiente. En la sala nunca estábamos más de cuatro mujeres, a medida que íbamos pasando a la sala de cirugía íbamos rotando caras, impresiones, historias y sobre todo, experiencias sobre el procedimiento.

Mi primer contacto con las demás mujeres ya comenzó a tensionar mi cuerpo. Al llegar a la sala de espera, dos chicas ya estaban con el particular uniforme. Una de ellas se doblaba por el dolor, la otra la miraba con lástima y al mismo tiempo con temor. Las enfermeras ayudaron a la joven adolorida con otros medicamentos para que el dolor bajara. Mientras eso, hablé con la otra chica, joven, recatada… Me contaba sobre sus síntomas en el corto periodo de embarazo.

Otras mujeres pasaron por la sala después de ser intervenidas. Los testimonios de ellas no fueron muy tranquilizantes. Cruzábamos miradas de temor con la chica con quien habíamos iniciado la conversación. Después de ella ser pasada a la sala de cirugía, otra chica y yo nos quedamos solas y en silencio.

Ese silencio comenzó a traerme una ira universal, cósmica, natural y orgánica. Tantas caras de dolor, miedo e incertidumbre de estas mujeres iban envenenando mi saliva. Comencé a pensar que sí es posible que exista un dios, hombre, macho, todo poderoso que creó esta humanidad, seguro misógino y, que de castigo, colocó toda la responsabilidad en solo uno de los dos cuerpos que creó. Debe ser macho este que ha puesto tanta carga en nuestros cuerpos. ¿Por qué no repartir las cargas? ¿Por qué colocar todos los cambios y el trabajo de la procreación en las hembras?... Pensamientos coyunturales, no lo olviden.

Cuando la ira ya casi estaba haciéndome llorar, respiré profundo y pensé que no sería buena idea pasar así a la sala de cirugía. Acaricié mi cuerpo, mi vientre, me pedí eternas disculpas por tener que someterme a tal procedimiento. A pesar de esto, nunca apareció una sombra de arrepentimiento o culpa. Estuve muy segura de lo que iba hacer.

Minutos antes de ser llamada, una chica logró sacarme una sonrisa. Ella se quejaba, se sentía muy adolorida, pero un aura de fortaleza rodeaba su presencia. Remató su relato afirmando satíricamente “con esto no te quedan ganas de tirar en la vida”.

Desde hacía menos de dos años había decidido no usar métodos anticonceptivos, por negarme a tragar hormonas que controlan mi cuerpo al mismo tiempo que lo dañan, ensucian y enajenan, también me había negado a colocar cualquier dispositivo ajeno a mi naturaleza. Estaba convencida que mi cuerpo, por seis días que es fértil al mes, no debía ser sometido a aparatos o productos hormonales. Bueno, mi decisión fue quebrada ese día ad portas de mi aborto. Así como la chica que me antecedió, yo no quería oler hombre alguno, pero sabía que ese odio y hastío por los machos, tristemente, no me iba a durar toda la vida. Entonces, deseé no volver a someterme a un procedimiento como el que iba a pasar. Decidí, minutos antes, colocarme la T de cobre. Anticonceptivo que había sido recomendado por la ginecóloga el día anterior. Ella lo recomendó mucho, me dio información sobre el método, y pese a mi negativa de colocar cualquier aparato invasivo, insistió con cariño y comprensión.

Mi nombre fue dicho en voz alta y tuve que pasar a la sala de cirugía. Mi primera vez de todo, el único procedimiento parecido que había tenido que sufrir fue la sacada de mis cordales, que no me causó tantos trastornos, como este, claro está.

La enfermera me alistó, me vistió unas medias a media pierna, me indicó cómo respirar y me explicó los pasos que íbamos a tener. Retuve sobre todo la información de la respiración, intenté llenarme de mucho coraje y amor al mismo tiempo, saber que iba a ser herida, una herida que yo causé (claro, no sola, y haciendo responsabilizarse al co-participe), pero que yo asumí, con amor y entrega por mí, por mis proyectos, por mis sueños.

La ginecóloga llegó. Era la misma mujer que me había atendido el día anterior. Me hizo un par de preguntas casuales, y una última sobre mi decisión de usar el dispositivo anticoncepcional. Al escuchar mi respuesta afirmativa, celebró con la enfermera y le contó que tuvo que hacer un delicado, pero fuerte trabajo de persuasión.

El procedimiento inició. La ginecóloga iba nombrando cada paso. Mientras eso, la enfermera se sentó a mi lado, y apenas sentí el primer chuzón de la anestesia, mi mano saltó y fue sostenida por la enfermera. Ella comenzó un ritual de ternura y distracción. Tanto la ginecóloga como la enfermera sostenían una charla que pretendía ser por todos los medios, muy amena, me comentaban cosas sobre sus vidas, yo apenas podía responder. El dolor no fue grande, pero creo, que tuve que concentrarme mucho en la respiración para no descontrolarme. Rápidamente terminamos. Me acompañaron a la sala de recuperación, donde los tratos cariñosos continuaron.

Al rato de estar allí, el odio volvió. Las lágrimas salieron y mi razón no dejaba de repetir una y otra vez “que odio hacia los hombres, por no tener que vivir, si quiera sospechar por todo lo que una mujer tiene que pasar”. Luego los pensamientos se calmaron y recogieron el cariño de las enfermeras. Pude respirar, sentí cómo el dolor o la sensación de mi vientre rasgado, fueron desapareciendo. Logré tener una sensación de tranquilidad y amor a mi cuerpo por ser fuerte y conseguir llevar a buen fin este caso.

Después de esta experiencia, queda un malestar no solo físico, ni individual por lo que tuve que pasar, sino por ver y vivir, desde el vientre, lo intrínsecamente injusta que es esta sociedad. Es indignante sentir cuan desequilibrada puede llegar a ser la organización de nuestros estados y culturas.

No deja de inquietarme las inconsecuencias culturales. Nuestras sociedades  y muchas religiones insisten en el patriarcalismo basados (en pleno siglo XXI) en argumentos de tipo biológico. Ellos justifican la esclavitud de la mujer al interior del hogar por su condición de procreadora. Es decir, aceptan que las mujeres biológicamente tenemos una diferencia que nos coloca en otro lugar al del hombre. Y que producto de esto, debemos quedarnos al interior de la casa criando, mientras ellos salen y hacen el mundo. Pero esta diferenciación biológica no se deja ver en la organización de un estado que reconoce la diferencia, claro, solo de puertas para adentro. De esta forma, las políticas públicas de salud para la mujer y para la mujer gestante son humillantes, aberrantes y salidas de toda lógica funcional.

Por citar un ejemplo, Compensar EPS tiene cerca de 800mil afiliados y afiliadas en Bogotá. Podríamos deducir que la mitad (y tal vez más) sean mujeres. Para estas 400mil mujeres solo existen dos ginecólogos especializados en detectar el Virus del Papiloma Humano (VPH), que es una de las infecciones más comunes entre jóvenes y mujeres sexualmente activas. Sin contar, con la falta de especialista para las enfermedades de salud sexual y en general, salud de la mujer.

Existen varios estudios de la Organización Mundial de la Salud, que demuestran la alta disparidad en las políticas de salud entre hombres y mujeres. Uno de sus estudios presenta las desigualdades entre las dolencias que padecen los dos géneros en diferentes edades. Es notoria la cantidad de enfermedades a las que estamos expuestas mujeres, niñas y ancianas. Otro grupo de estudios demuestran que la falta de atención en salud empeora la calidad de vida de las mujeres. Esto repercute en una imposibilidad para desarrollar la vida plenamente. Así, además de quedar secuestradas en el hogar por la crianza y el cuidado, se limitan las posibilidades de las mujeres por enfermedades y vejez. La agencia de las Naciones Unidas en 2009 afirmaba que a las mujeres de todo el mundo "se les niega la posibilidad de desarrollar su potencial humano completo", dado que se ignoran muchas necesidades médicas cruciales[1].

Esto es tan biológico que se cae de la obviedad. Mensualmente las mujeres tenemos nuestro sangrado que nos coloca en necesidades mayores que los hombres. Esto, pasa desde lo económico, con la compra de toallas, tampones o recolectores menstrúales, hasta por lo emocional, cambios hormonales, y por lo físico, cólicos, dolores abdominales, náuseas, diarrea, sudor frío, dolores en la cabeza, la espalda, caderas y piernas. Pero nuestra educación y los insistentes mensajes comerciales, nos obligan a callar este estado y hacer como si nada pasara. “Siéntete libre” afirma con sonrisa de oreja a oreja la chica del comercial de toallas higiénicas. Y si, deberíamos sentirnos libres, comportarnos como se nos dé la gana cuando tenemos nuestro sangrado. Por ejemplo, podríamos decidir, libremente, quedarnos en la casa con una bolsa que nos caliente el abdomen todo el día para evitar los cólicos, una especie de licencia por menstruación. O por ejemplo, deberíamos sentirnos con la libertad de estar sangrando ropas, sillas, toallas y lo que se atraviese sin sentirnos avergonzadas, culpables y hasta sucias por mostrar la sangre por la que hemos pasado todas. Estar menstruadas, debería darnos prioridad en filas, atención y demás cosas. Podríamos, también reclamar subsidio por menstruación dada “la importancia procreativa” que esta tiene, frente a un estado que le interesa mantener altas las tasas de mano de obra barata.

Las inconsecuencias no paran. El interés evidente de estos estados neoliberales e incrustadamente capitalistas, por mantener los índices de natalidad a buen número conforme a las necesidades de las nóminas mal-pagas de empresas y multinacionales, se conjuga con la prohibición a la mujer por ser dueña de su cuerpo. Las declaraciones contra el aborto llegan llenas de valores y éticas manipuladas por el capital y el patriarcalismo que insisten en apoderarse de las libertades de la mujer. Sin embargo, los riesgos para las mujeres gestantes, el parto y el posparto son escandalosos. El embarazo, tan idolatrado por las iglesias, es completamente descuidado en países como el nuestro, donde mueren casi 500 mujeres al año[2]. Claro, el 50% de estas muertes se concentra en las poblaciones más pobres del país[3]. Las desigualdades no paran.

Les dejo una última flor en el racimo de la disparidad ¿No les parece que es un absurdo que, con la cantidad de avances tecnológicos y científicos que hoy tenemos, no se hayan encontrado métodos anticonceptivos para el uso regular de los hombres? Mientras que para las mujeres cada día se vende, se instala y se obliga a usar nuevos métodos que siempre traen efectos secundarios para nuestra salud. Somos nosotras las que tenemos que soportar hormonas, cobres, ligaduras y demás procedimientos que van agrietando nuestros cuerpos.

No cabe duda alguna sobre la infinidad de violencias que las mujeres tenemos que pasar fruto de la desigualdad en todos los aspectos de la vida en estas sociedades. Es necesario cambios que nos proporcionen mayores condiciones. Basta ya de pensar en una transformación en conjunto, a la par con los hombres. Es necesario ceder espacio a la mujer. Y quien tiene que ceder el espacio son los hombres. No necesitamos el mismo número de posibilidades que ellos, necesitamos más. No queremos igualdad en atención frente a los hombres, requerimos el doble y el triple para mujeres campesinas, indígenas y afros. No esperamos que la política, la economía y el estado luche por acabar la desigualdad de nuestros países, exigimos que estos den garantías, sobre todo a las mujeres, para tener espacios donde podamos representarnos a nosotras mismas; trato diferente frente a las demandas económicas femeninas; y cambios culturales que acepten el cuerpo de la mujer, con todas sus especificidades, y por ende, necesidades.

Imagino que tanto lectoras como lectores, les debe parecer un absurdo mis anteriores afirmaciones, las calificaran como exageraciones feministas. Las y los entiendo. Estas sociedades son tan increíblemente machistas, que es inconcebible que, tanto estado como población, tengan que considerar nuevos mecanismos para que nosotras podamos tener una vida más digna, satisfactoria y con garantías en todos los escenarios de acción. Muchas mujeres estarán pensado que no quieren ventilar cuando estén o no sangrando, otras muchas castigan a quienes decidimos detener un embarazo, y muchísimas no querrán salir de las comodidades que les dio la clase donde nacieron. Durante generaciones nos han ensañado a avergonzarnos por nuestro sangrado, nos han tatuado en el comportamiento una debilidad tácita que nos impide imponernos y hasta hablar, nos han inducido a mantenernos cómodas con una casa limpia, un marido medianamente respetuoso y unos hijos que garantizaran compañía en la vejez. Es lógico que ahora, tu mi querida lectora, me estés queriendo tapar la boca y mandar al cuarto. Lo siento, no podré callar.

Este 8 de marzo invito a salir a las calles con nuestra sangre en las piernas, con nuestras millones de facturas de tampones, toallas, recolectores menstruales, óvulos, pastillas, inyecciones anticonceptivas que asuelan nuestros salarios. Salgamos con los centenares de órdenes ginecológicas que año tras año tenemos que aguantar y hasta rogar a que la EPS asignada cumpla y lleve a buen fin. Salgamos, una vez más para gritar que este cuerpo es nuestro, que nosotras decidimos sobre él y que exigimos el trato de calidad frente a nuestras necesidades biológicas, políticas, económicas, sociales y culturales.